Canadá pretende acabar con los indigentes recurriendo a la eutanasia: “No pueden mejorar su condición de vida”
La administración de Trudeau dispuso las condiciones para que los canadienses con deterioro cognitivo en situación de calle puedan acceder a la eutanasia.
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La propuesta del primer ministro canadiense Justin Trudeau despertó el debate, el ministro argumenta que existe evidencia de que las personas en situación de pobreza extrema que se encuentran viviendo en las calles y que no pueden mejorar su condición de vida ya han estado aplicando al programa “Asistencia para Morir”. Luego de estas declaraciones cientos de activistas se han manifestado a lo largo de estas semanas para expresar su repudio.
Los activistas explicaron que lo que el gobierno canadiense está haciendo es “apartar el problema” y no solucionarlo. “No se están implementando programas para que las personas con discapacidad, enfermas y que se encuentran viviendo en las calles, tengan una vida digna, solo se las arrinconan hacia el suicidio”, explicaron.
Primer ministro canadiense, Justin Trudeau
Este debate se desató debido a un pedido de dos personas en situación de vulnerabilidad extrema. Una de ellas es Sophia, ella solicitó el programa “Asistencia para Morir” una semana antes del día pactado para su fallecimiento, Sophia solicitó la eutanasia, pero antes realizó un descargo en sus redes sociales: “El Gobierno me ve como basura prescindible, quejosa, inútil y un dolor de cabeza”. Ella había sido diagnosticada de sensibilidad química múltiple, es por ello que padecía de síntomas como dolores de cabeza muy fuertes, nauseas y hasta shock anafiláctico solo por estar en contacto con materiales químicos de uso común como detergentes de ropa o humo de cigarrillo.
Sophie estaba en una situación de vulnerabilidad extrema, no solo por su enfermedad sino por si situación económica, la cual nunca pudo mejorar. Es por ello que pidió en reiteradas oportunidades asistencia gubernamental. Sin embargo solo recibió respuestas cuando solicitó la eutanasia.
Entrevista a un indigente canadiense: “¿Tiene miedo a morir?”
El otro caso fue el de Denisse, ella estaba sobreviviendo con los pagos de discapacidad brindados por el Estado, pero al igual que Sophia nunca pudo remontar su situación económica, es por eso que pidió la eutanasia.
Por el momento la decisión parece estar tomada, los ministros no han hecho declaraciones acerca de los reclamos.
La asociación de salud mental canadiense también se mostró en contra de esta iniciativa y dijo estar profundamente decepcionada por la solución que desde el Gobierno pretenden darle a esta problemática: “Hasta que el sistema de atención médica responda adecuadamente a las necesidades de salud mental de los canadienses, la muerte asistida no debería ser una opción”.
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El sacerdote jesuita Manuel María Carreira fue un hombre de ciencia, pero también un provocador en el mejor sentido de la palabra. Doctor en Astrofísica por la Universidad de Georgetown, miembro durante quince años del Observatorio Vaticano y asesor de la NASA, dedicó su vida a demostrar que fe y razón no eran caminos opuestos.
En una entrevista concedida en 2016 al diario El Español, sus palabras sacudieron al mundo religioso y académico: “El Islam es la peor peste que le ha ocurrido a la humanidad en los últimos dos mil años”.
Lo decía sin cálculo ni deseo de escándalo. Su tono era el de quien reflexiona más que el de quien acusa. En esa conversación explicó que su juicio nacía de la observación histórica y cultural: El islam “es totalmente incapaz de establecerse dentro del mundo con respeto a los derechos humanos. O acepta uno su modo de pensar o es un infiel y hay que asesinarlo. Eso es lo que se traduce del modo de actuar, como mínimo, de una porción importante de quienes aceptan el islam.”
Su crítica, más que religiosa, era civilizatoria. Apuntaba a la imposibilidad de integrar una cosmovisión teocrática con las libertades individuales que Occidente había conquistado tras siglos de conflictos y revoluciones.
– Manuel María Carreira, “el científico con sotana”
Carreira hablaba como filósofo y científico, pero también como hombre de fe que veía con alarma el proceso de secularización europea: “Nuestra ética es de base cristiana y el Estado debe tener en cuenta esos principios. Hoy se están borrando las raíces espirituales que dieron sentido a la civilización occidental”. No era una defensa clerical de la Iglesia, sino una advertencia sobre el vaciamiento moral que acompaña a las sociedades sin referencias trascendentes.
Ese diagnóstico se volvió profético. Casi una década después, Europa vive una crisis de identidad que Carreira anticipó con claridad. Según el informe TE-SAT 2024 de Europol, en 2023 se registraron 120 incidentes terroristas dentro de la Unión Europea, de los cuales 98 fueron ataques completados, 9 fracasaron y 13 fueron abortados. Francia, Bélgica y Alemania se mantienen entre los países más afectados por intentos de radicalización yihadista. En paralelo, las tensiones por la inmigración, el debate sobre los límites de la libertad religiosa y la creciente polarización política han erosionado el consenso sobre qué valores sostienen a Europa.
Carreira consideraba que esa pérdida de convicciones era más peligrosa que cualquier fanatismo. “No podemos convertir la fe en elemento político —decía—, pero tampoco pretender que la moral pública flote en el aire, sin raíces. Cuando una civilización deja de creer en algo, deja de defenderse”. Su visión coincidía con la de Benedicto XVI, quien había advertido que “una razón desvinculada de la fe termina devorándose a sí misma”.
Su pensamiento incomodó tanto a progresistas como a conservadores. Defendía la secularización “en la medida en que el Estado no imponga una creencia”, pero rechazaba el laicismo militante que reduce la religión a superstición. Sostenía que “la tradición española —y europea— es cristiana, y negarlo es negar la historia”. También se mostraba crítico con ciertas prácticas islámicas cuando contradecían la igualdad ante la ley: “Si un musulmán quiere tener varias esposas, el Estado debe intervenir, porque tendría consecuencias sociales no aceptables.”
Para Carreira, el islam no era una religión en el sentido teológico que él comprendía desde la filosofía cristiana. “Nació como un cristianismo descafeinado”, explicó en la entrevista. “Quitaban lo que no entendían: la Trinidad, la Encarnación. Hicieron un cristianismo reducido a lo mínimo, pero siempre con el deseo de apartar la idolatría. No tienen una teología propia, sino un modo de pensar elemental que les sirve para andar por casa.” No había en sus palabras odio, sino la convicción —discutible, pero intelectualmente honesta— de que el islam no había producido un modelo de sociedad compatible con la libertad moderna.
Su análisis resuena hoy no solo en Europa. En la Argentina, aun sin conflictos religiosos de aquella magnitud, la secularización avanza de modo sostenido. Según la Segunda Encuesta Nacional sobre Creencias y Actitudes Religiosas en Argentina (CONICET–UNC, 2023), la proporción de personas que se declara “sin religión” pasó del 11,3% en 2008 al 21,8% en 2023, prácticamente el doble en quince años. Más que un dato demográfico, ese desplazamiento expresa un vaciamiento simbólico: la pérdida de referencias morales compartidas, la sustitución de la trascendencia por el consumo y el debilitamiento del vínculo con las instituciones tradicionales
Carreira veía en ese vacío una amenaza mayor que cualquier enemigo externo. Decía que “una sociedad sin sentido trascendente se vuelve incapaz de distinguir el bien del mal”. No se trataba de imponer dogmas, sino de preservar la conciencia de que la libertad necesita un fundamento ético. Su crítica al islam, en el fondo, era una advertencia sobre nosotros mismos: sobre lo que ocurre cuando una cultura deja de creer en algo y entrega su destino al relativismo.
Murió en 2020, convencido de que Europa había comenzado su decadencia espiritual. Sus palabras, reavivadas en redes sociales, vuelven a dividir aguas. Algunos lo consideran un pensador lúcido que vio venir el choque cultural entre Occidente y Oriente; otros, un polemista que traspasó la línea del respeto. Pero su diagnóstico persiste con inquietante actualidad: el conflicto no es solo entre religiones, sino entre una fe que se impone y otra que se disuelve.
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