Aún hoy, al abogado Miguel Sainz le cuesta recordar los detalles de la Masacre de Junín. “No me puedo acordar el nombre de él, tampoco el de su mujer ni el de los chiquitos, lo cual deviene en un acto fallido: no me quiero acordar de Marone. En la historia criminal de la ciudad, es el peor caso que yo he visto. Y yo he visto mucho”, asegura emocionado.
Corría el turbulento año 1975 entre estallidos sociales y quiebres políticos en el seno del gobierno de María Estela de Perón. Sin embargo, Junín parecía mantenerse en un limbo en el que nada pasaba. Una pequeña ciudad bonaerense de casas bajas y siestas, de familias unidas y rutinas imperturbables.
En aquella ciudad, Francisco Sixto Marone había conformado su familia al casarse con María Beatriz Barile. Al poco tiempo, habían nacido sus hijos, Beatriz Andrea, de cuatro años al momento de los hechos, Ricardo Gabriel, de tres, y Leonardo Francisco, de apenas dos.
En la tarde del taciturno domingo 14 de diciembre de aquel 1975, Marone sacó sin apuro su vehículo de la casa de Posadas al 139 y avanzó con lentitud por la calle. Se lo mostraba sereno, calmado. En el camino, frenó en doble fila en la bicicletería de Posadas y Arias, que era propiedad de Bruno Espigui. “Me saludó sin ninguna muestra de nerviosismo y me preguntó cómo iban Boca y River. El tipo es de hielo”, aseguró Espigui, aún atemorizado por el recuerdo.
Inmutable, Marone continuó conduciendo hasta la comisaría local. Al entrar, se sentó sin prisa en una silla y esperó a ser atendido. Cuando una oficial que estaba llevando a cabo tareas administrativas se acercó a él, Marone lanzó la noticia: su mujer y sus tres hijos habían muerto en un terrible accidente, electrocutados con una descarga del lavarropas.
Horas después, un periódico local se hacía eco de la noticia del accidente: “En las últimas horas de la tarde de ayer, la ciudad se vio conmovida por una tragedia ante la que no hay comentario capaz de expresar en alguna medida la consternación y estupor que provoca. Una joven señora, madre de tres criaturas pequeñas, apareció muerta, electrocutada, lo mismo que sus tres hijitos, en el baño de una vivienda de la calle Posadas. El hallazgo lo hizo el esposo y padre, cuando se levantó pues se había acostado a dormir la siesta”.
Mientras el artículo periodístico se publicaba, sin embargo, una investigación policial estaba en marcha, fogoneada por un experimentado policía que había llegado desde Buenos Aires y al que no le cerraba la actitud de Marone. “Un tipo que acaba de encontrar a toda su familia muerta en un accidente, sale a la calle a los gritos, llama a una ambulancia, no va a la comisaría a hacer la denuncia y en el camino pregunta por el partido de Boca”, aseguró.
El policía, Carlos Petanás, llamó al juzgado y pidió que alguien lo acompañe a ver la escena, a la fatídica casa de Posadas al 139. El propio Sainz lo acompañó pero, al llegar a la puerta, Petanás lo detuvo en seco. “No entre Sainz, no sé si usted está capacitado para ver esto”. Ciertamente, la escena era desgarradora. La madre y los tres niños inocentes, yacían uno al lado del otro de acuerdo a la edad.
El comisario tomó nota de algunas inconsistencias y hasta dicen que pegó papelitos en cada rincón en donde algo no le convencía. Los niños tenían quemaduras por electrocución en las muñecas, detrás de los arbustos del patio encontró unos cables de cobre y los fusibles habían sido meticulosamente reforzados para que, en caso de una fuerte descarga, no saltaran y continuaran torturando a las víctimas. Casualmente, Marone trabajaba para la compañía Shell, luego de egresarse en la escuela industrial. Su especialidad había girado en torno al manejo de la electricidad.
Para Petanás, no había dudas. Francisco Marone era un asesino serial y acababa de matar a toda su familia. Sólo faltaba la confesión, que no iba a ser sencilla de sacársela a Marone. “El tipo era de hielo, inescrutable. No se le movía ni un músculo”, aseguró Sainz.
Al volver a la seccional, Petanás sacó a relucir sus años interrogando criminales. “Bueno Marone, vamos a hablar claro. Cuénteme cómo fue”, le pidió. Tras algunas respuestas sin sentido y ante la supremacía de los argumentos del policía, finalmente confesó: los había matado a todos. “Nunca lloró, parecía que el llanto no existía para él”, recordó el secretario del juzgado.
De acuerdo a la confesión, Marone almorzó con su familia, tomó Valium de 5 miligramos y algo de alcohol. Luego, le anudó los cables de cobre en las muñecas de los niños a la fuerza, con el objetivo de que mueran electrocutados y finalmente se encargó de su esposa. Ya estaba todo planeado previamente, incluso el refuerzo de los fusibles.
Marone, el asesino serial de Junín, fue condenado a prisión perpetua y encarcelado en Junín. Lejos de arrepentirse, contrató a un hábil defensor llamado Álbor Húngaro, quien aseguró que había confesado su culpabilidad porque “se sentía culpable”, pero que en realidad su esposa había electrocutado a sus hijos y luego cometido un suicidio. La teoría era tan descabellado que nadie la creyó, y la Corte confirmó el fallo de la Cámara Penal de Junín.
Marone cumplió sólo quince años de condena en la unidad penitenciaria Nro. 13, hasta que salió por la hoy derogada ley del “dos por uno”. Nadie supo más nada de él desde entonces. Algunos aseguran que se escondió de las cámaras, aguardando por un nuevo crimen. Otros, que buscó asilo en la multitudinaria ciudad de La Plata en busca de una vejez alejada de problemas.
*Fuente: REALPOLITIK